viernes, 29 de febrero de 2008

Sonriéndole a la muerte


Fue un día cualquiera de octubre o noviembre de 2007, cuando visité su casa en pleno corazón de Madrid. Un mes después, a primeros de diciembre, recibí una llamada de su hermana sor Isabel, que me dio la noticia: “Tenemos a sor Inés de cuerpo presente, ¿quieres venir a verla?”.
Cuando alguien llega a una casa que ha conocido iluminada por una sonrisa como la de sor Inés, busca otra parecida por todas partes. La gente que tiene fe sonríe así, incluso cuando sabe que se va a morir dentro de poco. Viven una especie de borrachera permanente, sin resaca y más barata que la del Bourbon, o que aquellas del botellón en las que tantas veces me ví sumergido no hace tantos años.
Es la sonrisa que dibuja en esta foto sor Inés. Fíjate bien en ella, no por nada, solo porque contagia. Es la sonrisa valiente, abierta y a veces insolente del que tiene fe.



Buscando la sonrisa de sor Inés yo encontré la de sor Isabel, otra borracha espiritual. “No reces por ella. Pídele cosas, porque está en el cielo”.



Para romper la tensión en el velatorio y relajar mis nervios entre las monjas y los ancianos, pedí a sor Inés, y así se lo dije a sor Isabel para hacerla reír, ganar el concurso periodístico al que había presentado mi artículo sobre la visita a su casa, una residencia en la que viven una docena de monjas y un centenar de ancianos, atendidos por sus cuidados. La visita fue el día que hice esta foto.

Sí, puede parecer egoísta y mundano, o poco serio el pedirle a una monja muerta de la que me cuentan que está en el cielo, llevarme el premio, pero qué narices, uno está harto de cosas serias, y fue ella misma, sor Inés, quien sonreía así de fuerte sabiendo que estaba muy enferma. Y si estaba en el cielo, como decía sor Isabel, me lo iba a demostrar, no sabía si Dios o sor Inés, de quien dependiese.

En esta casa vive un ejercito de monjas con una par de hábitos bien puestos cada una. No tienen más que dos porque, como su nombre indica, Hermanitas de los Pobres, son pobres de las de limosna. Una de ellas estuvo más de treinta años de misiones en la India, otra ni me acuerdo de donde. Ahora todas son misioneras en el cogollo de Madrid, en una casa enorme llena de viejos, haciendo camas, cuidando enfermos, vendando heridas, haciendo comida, dando pastillas, fregando baños, paredes y suelos, entreteniendo, paseando, cosiendo, curando, acompañando, dándoles su tiempo a un grupo de ancianos que esta sociedad ha olvidado, y sobre todo, escuchándoles. Y si hace falta para que sonría uno de ellos, se remangan el hábito y bailan o cantan, o cuentan chistes, o lo que haga falta, procurando mostrar esa sonrisa descarada de sor Inés, casi insolente de tanto alegre que es.
Ya por entonces ella sabía que estaba muy enferma, y habló poco, por la fatiga. Debe ser duro que te digan que vas a morir. Y debe ser muy difícil sonreír entonces.

Pensando en el Valle de Elah y en Sor Inés, creo que la sonrisa que aquella mañana mostraba ella debe ser la del que sabe que, ante la prueba que viene, le espera la victoria. Parecida a la sonrisa que se escapó de los labios de David durante los breves segundos en los que su piedra volaba certera justo antes de reventar la frente de Goliat. Algo parecido a la sonrisa del deshidratado ciclista que corona el puerto y vislumbra a dos cientos metros la línea de meta.
.
Sí, seguramente David disfrutó su triunfo antes de que su pedrada le abriese la cabeza al animal de Goliat. En cuanto la piedra salió volando de su honda. No se cuantos metros voló cruzando los aires el Valle de Elah, ni cuantos segundos tardó, pero para David debieron ser de escalofrío y cosquilleo del gusto que le dio. Y su sonrisa debió de ser parecida a esta de sor Inés... Es la sonrisa del que confía, del que se abandona a sí mismo en manos de Dios, del que ya no se quiere a sí mismo por sí mismo, sino por Dios; del que se sabe protegido, cuidado y mimado por un pedazo de Padre que te ama con locura extrema, con un poder que ni Mazinger Z, y un Amor por ti, por sor Inés, por sus ancianos, por mi y por toda la Tierra, que le hizo perder la cabeza y poner en manos de un niño el futuro de su Pueblo.
David no sabía nada de todo esto, solo confiaba. Sor Inés no sabía mucho más, pero tampoco confiaba menos. Por eso sonreía así.
.
Yo se que es difícil confiar así, pero yo he vivido y lo tengo que decir, estoy viviendo, que si le das una oportunidad a Dios, dando ese paso en al vacío que parecen sus manos invisibles, Él actúa, y de qué manera.Sor Isabel me dijo, ante el cuerpo presente, que se la notaba tranquila. “Es normal, la muerte libera, el alma tiene que ir al lugar al que pertenece, el cuerpo es una cárcel”. Yo flipé, pero sin que se me notase. Ante cosas así, es normal que la gente piense que las monjas están de la chaveta. Yo no pensé mal, aunque tampoco bien. Y no se si lo suyo es locura o vocación, pero si es locura, yo quiero que esa locura del creyente me inunde enterita la cabeza, que se contagie como un virus y se propague por toda la Tierra. Que me haga perder el sentido de lo temporal para situar la vida más allá de la muerte; que le haga capaz al que lo incube en su corazón de sonreírle a la muerte con sorna y valor, sabiendo que de ella no depende el último grito, ni la última palabra.

Y si es vocación, puñetera sea la gracia de recibir una llamada así, porque seguramente al principio acojone bastante. Debe ser como la noche que pasó David, la anterior al combate, a responder a esa llamada a presentarse ante el gigante armado con poco más que un tirachinas y palabrotas. O como la que pasó sor Inés cuando le diagnosticaron su cáncer... pero el premio bien lo merece, a juzgar por la sonrisa.Llegados a este punto, las divagaciones se las dejo a los teólogos y los filósofos, a los ideólogos y los críticos.


El hecho es que el concurso se ha fallado. ¿Sabes quien ha ganado? No apuestes por mi, apuesta por sor Inés. Solo quiero escribir que si ese tocho que es la Biblia nos cuenta que el tal David era un fiera con el tema de las piedras, no se qué será lo que lanza sor Inés. Desde el cielo deben ser flechas, pero doy fe de que se le dan tan bien o más, que a David tirar piedras.

Va por ella mi alegría. Esta travesía por el Valle de Elah en que se ha convertido mi vida, se hace mucho más fácil con arqueras como ella, capaces de sonreír ante la muerte al tiempo que hace lo que sea para que a un aficionado sin carrera le den un premio periodístico. Es lo que pasa cuando confías en Dios: que te sobran piedras.

No hay comentarios: