lunes, 7 de julio de 2008

Gracias Gabriela


Ella tiene un trabajo aburrido como ninguno. Mal pagado, duro, difícil y sin incentivos. Se pasa horas y horas de rodillas en el suelo, con un cartel de cartón en la mano y un vaso de plástico más vacío que lleno, con apenas unos céntimos.

La conozco desde que cambié de trabajo. Su oficina callejera está justo entre mi parada de autobús y la puerta de mi curro. Debe de echar ahí cada día entre siete y ocho horas, porque la veo muy temprano y recoge a la misma hora que yo.

Al principio ni me fijaba en ella, pero estaba ahí. Unos días después del primero ya la vi, pero aún no me fijé en sus larga falda estampada de flores, ni en su chaqueta rosa sucia. Calza unos zuecos de goma y unos calcetines de invierno, aunque pegue como pega estos días en Madrid.

Tampoco me había fijado en que apenas es una jovencita. Es guapa, bajita, con las mejillas sonrosadas y el pelo castaño, pero tiene una mirada que te inunda de pena. Está agotada.

Hasta hace una semana, seis meses después de verla, solo sabía de ella cómo viste, donde trabaja, qué hace y cómo es su mirada. De vez en cuando le dejaba una de esas monedas sueltas que resuelven menos de lo que molestan. Hasta que hace unos diez días le dejé un billete, de cinco. Y por un segundo, no puedo decir que la pena abandonara sus ojos, pero una brillante sorpresa se hizo compañera de tan profunda pena con la que mira.

Dos días después, al pasar delante de ella, me dio los buenos días con un acento centroeuropeo la mar de complicado. Yo le dejé otra moneda. Y ya todos los días me saluda, le deje algo o no, pero al menos interactúa con alguien, durante un segundo, como si existiera.

El viernes pasado fue la primera vez que me dijo algo directamente. Fue a las doce y media, que pasé por allí camino del banco. "Mira, hoy no me han dado nada". El vaso de plástico estaba más seco que la mojama. Pero yo no llevaba nada, así que me puse de rodillas ante ella, y no se por qué, le pregunté: "¿Estás cansada?". "Sí, mucho", contesto ella.

Me hice hueco a su lado y pasé los mejores diez minutos que he pasado en toda la semana, puede que en todo el mes. ¡Qué conversación tan simple como sincera! Allí nadie aparentaba, nadie hacía lo que no era. Solamente hablábamos, sin más.

-No tengo nada hoy, pero te lo puedo traer dentro de un rato. ¿Quieres dinero o prefieres comida?
-Mejor dinero, porque así compro en 'carrabo' y puedo llevara casa y cocinar, y además me regalan sobres de jabón de ese para el pelo.

-¿Cuantos años tienes?
-21

-¿De donde eres?
-De Rumanía.

-¿Vives sola?
-No, con papá y mamá, pero el lunes vuelvo a Rumanía a ver a mi abuela. No sabemos si está muerta pues no podemos dar con ella y estaba muy enferma.

Lo decía llena de pena, pero lo que mas me sorprendió de ella fue el agotamiento. ¡Una chica tan joven y vital estaba agotada de aburrimiento!

Le llevé más tarde un libro en rumano, no me preguntéis como lo conseguí. Se trata de una Biblia para niños y en rumano, misterios de la Iglesia.
Todavía no era su hora de salir del trabajo, así que allí estaba, en Francisco Silvela:

-No se leer.
-Pero este libro es en rumano...
-No se leer ni rumano ni nada... ¿me has traído algo?
-Sí, cinco euros y una estampa de la Virgen María.

No se si vio los cinco euros, pero sus ojos se iluminaron, otra vez sin deshacerse de esa pena y ese cansancio, al ver esa imagen sonriente de una joven más o menos como ella. La agarró y la miró con un amor tan profundo que me dieron ganas de abrazarla, pero no me atreví. Solo me quedaba una cosa por preguntarle:

-¿Como te llamas?
-Gabriela.
-¿Y crees en Dios?

Su rostro cambió. Su mirada voló desde su cara hasta mi corazón como un colibrí pequeño recién salido de una cueva.

-¡Pues claro!- dijo Grabriela llena de alegría.
-Entonces, te pido yo a tí un favor.
-Dime.
-Reza por mí.

Y ahí se quedó. Estaba igual que antes, igual que siempre. Tenía su falda larga de estampado de flores, su agujereada chaqueta rosa, sus zuecos, su vaso, sus cinco euros de toda una mañana y aquella estampa. Solo una cosa había cambiado. Antes de doblar la esquina me di la vuelta y aún me miraba, sonriendo, con una mirada joven y vigorosa, entregada, firme, ligera. Nada le pesaba, no tenía tristeza.Gracias Gabriela, porque se por tu mirada que en ese momento ya estabas rezando. Tenías la cara de los que oran. Gracias, muchas gracias Gabriela.