viernes, 14 de marzo de 2008

La astilla


Qué desesperación y desconcierto debieron vivir sus seguidores una vez que había muerto. Lo habían dejado todo, habían abandonado todo. Sus trabajos ya no les esperaban, muchos de sus amigos no habían entendido su marcha, y para algunos de sus familiares fue una afrenta, un mal gesto, abandonar el clan familiar. Habían dejado todo para seguir a un muerto.
Dolor, desesperación, angustia, miedo, vergüenza. Tres años de su vida se vinieron abajo en apenas dieciséis horas. Estúpidos, tontos. Así se sintieron. Engañados, traicionados, descompuestos.
Así debieron de pasar la noche en la que su Maestro estuvo muerto, y así pasamos ahora mil noches llenas de desconcierto. Heridos, dolidos, engañados, ciegos, desesperados, aturdidos.
No tiene sentido, pero el mismo Jesús se sintió abandonado del Padre. No lo entendemos, y ante esta sinrazón solo caben dos cosas: rebelarse contra la sinrazón humana o confiar en el Dios que se entrega por Amor.
Solo así puedo afrontar mi vida, solo así viviré en conciencia esta semana. Asumiendo de tal modo la cruz del dolor, del amor, que cada día me quiera hacer pequeño, insignificante y áspero como una astilla del madero del que colgó Dios muerto. Abandonando en manos del Amor mi espíritu, mi cuerpo, mi vida, mi ilusión, mi tristeza y mi dolor. Eso es lo que soy, eso es lo que somos, un montón de serrín sujeto por los clavos de las manos de un muerto.
Dios se desangró por mi. Esa frase me sostiene pegado a la cruz. Pero si desesperación y desengaño sintieron los suyos cuando vieron su cuerpo colgado del madero, ¿qué nos espera a ti y a mi, como a ellos, la madrugada de nuestra resurrección, una vez que se apague esta vida?: Dios, Amor, Jesús y Resurrección.
Entonces y sabiendo eso, quiero ser astilla de un tarugo de madera del que cuelguen los dolores, donde mueran las penas, donde Cristo se abrace y me mire, y se sonría pensando en el tercer día... y muera.

viernes, 7 de marzo de 2008

¡¡Vamos, vamos!!


Ahí está, midiendo menos de un metro y a pedrada limpia contra un carro de combate. Y el tío parece convencido de que lo va a destrozar, y si se le acaban las piedras, es capaz de intentarlo a escupitajos. Es la audacia con la que se levantan los niños cada mañana, con su confianza ciega en el poder de las buenas intenciones, de las buenas obras, de la conquista del mundo a base de la heróica conducta en circunstancias adversas. Y a ella, a la audacia de un niño perdida durante años, recurro yo cada mañana, cuando, muerto de miedo, el despertador me recuerda que mi vida fue algo parecido a un auténtico infierno, y que no está en mi mano, nada mas que abandonarme con mi miedo en las manos invisibles de un Dios eterno, que me ama con la locura del niño que se cargó a pedradas al bestia enorme, feo y gordo que era Goliat.

La verdad es que ninguna mañana me apetece levantarme. Y no es por pereza, que también, sino por cobardía. Me da miedo la vida, me da miedo el dolor, y me da miedo esta situación en la que vivo. Desde hace unos años, levantarme de la cama no es algo rutinario, sino un acto de fe, un salto al vacío, en las manos invisibles de Dios. Y saltar al vacío, acojona. Pero allí me planto, delante del miedo, y de verdad siento que si confío en Dios, lo destrozaría a pedradas, y si llegase, incluso a escupitajos o a palabrotas. Es entonces cuando me santiguo.

Desde hace unos años, vivo con una piedra en los zapatos, y cada mañana, al tener que calzármelos, me escuece no el talón ni el tobillo, sino el orgullo, el corazón y la esperanza.He ido a que me la saquen, pero lleva su tiempo. Más del que uno desea. Mucho más. Y levantarse cada mañana sin saber qué pasará ese día con la piedra del zapato, es en ocasiones tan inquietante como comer hambriento sin saber si es veneno ese alimento, como beber sediento agua que no se sabe si es de mar. Uno sigue andando, ciego, en las invisibles manos de Dios, contando el tiempo con el reloj humano y no con el de Dios.

Por eso, levantarme esta mañana ha sido un acto de valor y de fe. Y levantarme ayer también lo fue. Y mañana lo será, y así una y otra vez. Y prometo que aún somnoliento, con la luz apagada y el despertador sonando, me siento en la cama y me dan ganas de llorar como un niño ante un monstruo de metal armado de pólvora y metralla. Como un niño solo, perdido, que no encuentra su sitio, que no puede encontrarlo, o que ya lo ha encontrado pero se lo han quitado. Entonces me santiguo, hago sobre mi pecho una señal marcando cada punto de una cruz. Es mi escudo, la firma de Dios sobre mi cuerpo. Es la piedra que le tiro desde mi pequeñez al gigante de mis miedos, y que es capaz, por ser signo de Dios, de mandarlo a hacer puñetas en el infierno.
Según me voy vistiendo, pienso en mi vida y en mi destino, observo mi cruz, de arriba abajo la examino, resoplo, miro a mi lado, en el hacia donde voy, y veo a Cristo resoplando conmigo. Sin decirle nada, porque no hay palabras que sirvan a la hora de abrazar el madero, solo repito en mis adentros: “¡vamos, vamos!”, y sigo subiendo ese monte Calvario que es esta experiencia por la que peregrino con el signo de la cruz sobre mis hombros, con los zapatos llenos de piedras. Pero me santiguo, le tiro la piedra desde mi pequeñez al gigante de mis miedos, que todos los tenemos. Empiezo a subir el monte al salir de casa camino del trabajo, metiéndome en el abarrotado metro, y las caras que veo son de crucificados que andan sin aliento, y me tienta la idea de rendirme allí dentro, de darme la vuelta y tirar por la calle de el medio: ni cruz, ni cielo, ni alegría ni infierno.
Pero la experiencia que recuerdo no me deja rendirme, ni el aliento caliente que siento en mi corazón de un agonizante asfixiado que susurra derrotado: “Soy el único Camino, la Verdad, y la Vida”. Y yo pienso, “¿Por qué esta cruz, por qué esta derrota, por que esta humillación y este miedo?”. Anoche dijo un cura sabio que la espera ensancha el corazón, y cuando llega lo esperado tiene más sitio para ser disfrutado.
En un blog he encontrado una respuesta esta mañana a todas esas preguntas. Mi cruz está tallada a medida y al peso. Ni un gramo más, ni uno menos. Ni más corta ni mas larga de lo que puedo llevar. Barnizada sobre sus ásperas astillas con la ilógica del Amor de un Dios, que me amó hasta morir torturado, que ya hace falta.

Esa es mi piedra, mi arma de cada día cada mañana. Una señal de la cruz sobre mi cuerpo, de arriba a bajo, entero. Como un niño pequeño que lanza impetuoso piedras contra un gigante. Como un David temeroso que confiando en Dios se planta ante un gigante seguro de que, aunque no tenga sentido humano lo que intenta, cuenta con Dios, el ilógico Dios.El resultado de aquel enfrentamiento ya lo sabemos. El del mío, ya lo verás, un triunfo total, absoluto y completo, de Dios, de la paciencia, de la confianza, del Amor... pero hasta llegar al final de este mi Valle de Elah por el que peregrino... ¿quieres ser mi cireneo? ¿me ayudas? Yo solo no puedo. Solo juntos podemos. Tu, y yo, y Cristo, y los que al levantarnos cada mañana con más miedo que sueño, le observamos, resoplamos y sin pensarlo, otra vez, nos santiguamos y... “¡...vamos, vamos...!”.
Y cada noche, igual que cada mañana, una pequeña oración, una carta que meto en el buzón de la esperanza. Y así, estoy seguro que a base de pedradas nos cargaremos al tanque o al gigante, nos sobrarán piedras, y bailaremos sobre la chatarra de hojalata que quedará de ellos. ¡”Vamos, vamos!”.