miércoles, 20 de febrero de 2008

En el Valle de Elah

Había pasado uno de los peores días de los últimos dos años. La noche anterior me sobrecogió una tremenda desesperanza conocida, aunque lanzada hacía tiempo al pozo del olvido, al destierro del corazón. Pero la duda y la noche hicieron presa de lo único que me queda: la esperanza. Y rumiando durante el día la agonía en que me hundía como en un mar de arenas movedizas, me puse en manos de Dios, en quien creo y confío, dándole vueltas a aquella historia sagrada que nos cuenta que un enano adolescente, tal vez aún niño, mató de una pedrada en la cabeza a un bestia llamado Goliat, armado tan solo con cinco miserables piedras que no valían ni para tirar a los pájaros.

Camino del cine, donde había quedado con ella para intentar esconder la tristeza en la oscuridad de una sala, entre la música de una película, iba recordando en el metro la enseñanza que aquel fraile croata nos dio en tierras de Herzegovina, sobre la batalla del Valle de Elah. “La Palabra Sagrada nos cuenta que David, aquella mañana, cogió cinco piedras... confió en Dios... y le sobraron cuatro...”.
Subiendo las escaleras del metro me pregunté si el pequeño David pasó miedo, o si eso de confiar en Dios ante las pruebas de la vida te da una especie de valor supernatural, como si de un héroe de comic te tratases. Pero yo no soy un comic, soy un ser humano...
No sabíamos qué película ver, ni a qué cine ir. Así que, aquel día en que volví a sentir la ausencia de sentido, entramos ella y yo en un cine al azar a ver una película cualquiera, de la que solo sabíamos que actuaban Tommy Lee Jones y Charlize Theron
, y que su trama se desarrollaba en la guerra de Irak, o algo así.

“Será un valle irakí”, pensé al comprar las entradas y leer el título, en el que aún no me había ni fijado.

La película discurría sin pena ni gloria ante nuestros ojos, sin alcanzar aún el cometido de distraerme lo suficiente para no tener que repetirme a mi mismo aquella frase que, una y otra vez, daba vueltas en mi cabeza: “Le sobraron cuatro piedras... también tenía miedo... pero le sobraron cuatro piedras...”.

Entonces ocurrió. Él se hizo presente en un momento indefinido para los demás, pero preciso para mi vida. Lo que más me gusta de Dios es que cuando aparece lo hace con tanta sutileza que, metido en una sala rodeado de un montón de gente, Él te cambia la vida sin que nadie de los que allí están, se enteren de nada.
El anciano Tommy Lee Jones le tiene que contar un cuento al hijo de Charlize Theron, y el niño se impacienta mientras el viejo no es capaz de arrancarse con unas “Crónicas de Narnia” de las que no entiende ni leche. “¿Sabes de donde viene tu nombre?”, le pregunta entonces al niño. “De mi madre”. “No, hombre, me refiero a la verdadera historia de tu nombre”. En ese momento caí en la cuenta de que el niño se llamaba David, y que el viejo atormentado de la película que no me apetecía ver, le iba a contar la historia de David y las cinco piedras. Y comenzó a decir: "Había dos ejercitos enfrentados. De un lado, el poderoso ejercito filisteo. Del otro, el pueblo de Israel. Y entre ambos se abría la llanura del Valle de Elah”.
No me lo podía creer. A medida que Tommy Lee Jones iba contando como David se merendó a Goliat de un cantazo en la cabeza, sentía en mi interior que era Dios el que me la contaba a mi.
Ella me miraba entre incrédula y molesta, pues esa tarde le había machacado varias veces con la historia de David y Goliat, con las cinco piedras, con la confianza en Dios... “Tu ya has visto esta peli... me has traído a posta...”. “!Pero si la has escogido tu... yo no sabía nada de ella...”.

Solo me quedaba un detalle, una firma a pie de página que me confirmase que era Dios el que a su manera, me hablaba y me pedía tiempo y confianza para acabar su obra. “Si el viejo cita el detalle –ignorado por casi todos- de que eran cinco las piedras que cogió David, me meo en el sitio”. Al final no me lo hice encima, pero el viejo lo dijo. Lo dijo y quise llorar, que parasen la película, quise ponerme de pie y gritarle a toda la sala que Dios existe, que Él actúa en tu vida si te pones a tiro, que habla a voces si uno abre las orejas, y que si hace falta para que le hagas caso es capaz de bailar claqué sobre una chincheta.

De eso hace ya un mes, y no ha sido hasta hoy cuando he visto la manera de contarle a todo el mundo como aquel día que amaneció oscuro, anocheció luminoso, porque Dios, una vez más, me dio una señal.

Desde entonces no ha vuelto a anochecer, y ya van treinta días.

Y al final, la última respuesta: El niño le pregunta a su madre en la última escena, como el rey había dejado a David luchar contra Goliat, siendo apenas otro niño. "¿Mamá, y David no tenía miedo?". "Si, lo tenía".

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